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John MacArthur habla de R.C. Sproul 

La primera vez que escuché a R. C. Sproul enseñar fue hace varias décadas. No recuerdo la fecha exacta, pero recuerdo su enseñanza como si fuera ayer. Alguien me había prestado su distinguida serie de enseñanzas llamada, “La Santidad de Dios” en una cinta de video, y la llevé a casa para mirarla. Minutos después de presionar play, estaba fascinado.

R. C. hablaba en una habitación llena de jóvenes adultos. Se paró en una plataforma ligeramente elevada. Un pulpito y una gran pizarra eran los únicos muebles en la plataforma. R.C. no se apoyó en el pulpito. Él no tenía notas escritas para guiarse. Se movía libremente en la plataforma mientras hablaba, caminando frecuentemente de un lado a otro. Su entrega fue perfectamente rítmica y apasionada. Hablaba con un vocabulario rico, nunca se detenía para captar palabras y nunca desperdiciaba una sola sílaba.

Él comenzó en Isaías 6, un pasaje que conocía bien. Yo mismo había predicado sobre él más de una vez. Pero después de escuchar la poderosa descripción de R.C. de la majestad y la magnificencia de “el Señor sentado sobre un trono alto y sublime” (Isaías 6:1), nunca volví a mirar ese pasaje de la misma manera. Fue como si R. C. nos hubiera llevado a la sala del mismo trono del cielo para dar un vistazo de la santidad de Dios con nuestros propios ojos.

Toda la serie era significativa y profundamente estimulante sin parecer abstrusa o meramente académica. Estaba dando una conferencia detallada sobre uno de los temas más grandiosos y elevados de la Biblia, presentando la verdad bíblica con un nivel de minuciosidad y sofisticación que sería adecuado para un aula de seminario. Pero la enseñanza era tan clara que incluso un novato total fácilmente podría comprender y digerir el material. Y todo fue completamente bíblico, cuidadosamente bosquejado directamente del texto de Isaías. Fue una muestra extraordinaria del mejor tipo de instrucción teológica.

Todas esas cosas eran características estándar del estilo de enseñanza de R. C., desde la pizarra hasta la notable claridad y profundidad teológica de su contenido. Nunca me he encontrado con un maestro más talentoso. Él tenía una personalidad atractiva y agradable; simple pero profundo; minucioso sin ser tedioso; siempre profundamente apasionado por lo que estaba enseñando; y siempre anclado en la verdad bíblica. R. C. nunca fue ostentoso ni artificioso. Él no era un vendedor o promotor. Lo único que tenía para ofrecer era instrucción bíblica directa con perfecta claridad, poderosa energía y un tratamiento meticuloso del texto.

Una de las características más admirables de R. C. fue su negación a rehuir las doctrinas difíciles o configurar su enseñanza para adaptarse a lo que sea popular o políticamente correcto en un momento dado. No tenía miedo a la controversia y no se mostraba reacio a enfrentar y responder con firmeza a puntos de vista opuestos. Él y yo tuvimos una vez un vigoroso debate público sobre el tema del bautismo de infantes. Fue tan audaz y sincero conmigo como lo hubiera sido con cualquier otro adversario. Él claramente quería que yo fuera igualmente directo y contundente con él. Y así lo fui. Aunque R. C. no cambió su opinión sobre el bautismo, nuestra amistad no fue saboteada sino fortalecida por el sólido intercambio de argumentos y refutaciones. Así es precisamente cómo nuestra amistad también funcionó detrás de la escena.

Soy un bautista premilenialista comprometido; él era un presbiteriano firme con opiniones escatológicas fluidas. Pero estábamos de acuerdo mucho más de lo que jamás estuvimos en desacuerdo, especialmente cuando se trataba de los temas centrales de la soteriología y las cinco solas de la Reforma. A lo largo de los años, estuvimos hombro con hombro en total acuerdo a través de varias controversias teológicas importantes. Defendimos el principio de la sola fide contra antinominianos y legalistas en el debate sobre el señorío; luchamos por la sola gratia y nos opusimos al compromiso ecuménico cuando líderes evangélicos influyentes promovían el documento llamado “Evangélicos y Católicos Juntos.” Desafiamos los esfuerzos carismáticos y continuacionistas para degradar la sola Scriptura y redefinir la suficiencia de las Escrituras.

Resaltamos el principio de solus Christus en respuesta al neo-socinianismo del movimiento emergente, el “Cristianismo posmoderno,” y la inquietante erosión de la voluntad del evangelicalismo de declarar que Cristo es el único camino de salvación. Compartimos las mismas convicciones sobre las doctrinas vitales de la depravación humana, la expiación sustitutiva, la soberanía de Dios y la autoridad, suficiencia e inerrancia de la Escritura. Sobre todo, compartimos una convicción inquebrantable de que toda la gloria pertenece solo a Dios (soli Deo gloria).

Ningún líder cristiano conocido a nivel nacional ha sido un mejor amigo para mí que R. C. Sproul. Estuvo a mi lado durante décadas en todas las principales controversias teológicas en las que participé. Más de lo que nunca pude expresar, valoré su disposición a enfrentar importantes controversias sin vacilar. Por supuesto, podía responder a los errores, nociones no bíblicas y al pensamiento descuidado de los creadores de posiciones teológicas con la misma claridad transparente que caracterizaba su enseñanza. Tenía la capacidad inusual de diseccionar puntos de vista opuestos y cortar la enseñanza falsa a pequeños fragmentos sin malicia o rencor. De hecho, siempre fue meticulosamente justo con sus adversarios, pero implacable en su búsqueda de la verdad.

Durante la controversia sobre “Evangélicos y Católicos Juntos" (ECJ) a fines de la década de los 90s, participé en una reunión cumbre privada en Florida, donde R. C. Sproul, D. James Kennedy, John Ankerburg y yo nos reunimos con Chuck Colson, J. I. Packer y Bill Bright para expresar nuestras preocupaciones sobre el desvío ecuménico del documento ECJ.

R.C. señaló que la discusión del documento sobre la justificación por la fe omitió la palabra sumamente importante (la sola en sola fide). Este fue y siempre ha sido el punto central de desacuerdo entre los Católicos Romanos y los Protestantes, dijo. Al omitir deliberadamente esa palabra y actuar como si no fuera un problema, los Protestantes que ayudaron a redactar el documento ECJ deliberadamente capitulaban ante el principal error católico romano y socavaban el evangelio mismo. En un momento se volvió tan apasionado al argumentar que literalmente se subió a la mesa, haciendo la súplica sobre sus manos y rodillas desde la mesa hasta que cada persona al otro lado de la mesa había hecho contacto directo con él. No había ni rastro de malicia en el gesto, y todos en la sala lo entendieron. La pasión que motivó a R. C. fue su amor por el evangelio y su celo por asegurarse de que el mensaje se proclame sin compromiso ni confusión.

R. C. me dio el apodo de “Boris.” La primera vez que me presentó en una de las Conferencias de Ligonier, su presentación comenzó con un recuento detallado de cómo Boris Yeltsin detuvo por sí solo un golpe de estado en Moscú en agosto de 1991. Los insurgentes comunistas armados de línea dura rodaban por las calles de Moscú en una columna de tanques, con la intención de apoderarse del edificio del Parlamento Ruso y derrocar al primer ministro Mikhail Gorbachev, a cuyas reformas se oponían. Yeltsin, recientemente elegido presidente de la Unión Soviética, interceptó el desfile de insurgentes, subió a la torreta de uno de los tanques e hizo un discurso que terminó efectivamente con el golpe.

R. C. luego habló sobre la controversia del señorío, relatando cómo en la década de 1960 una variedad nociva de antinomianismo había abrumado gradualmente el evangelio entre los cristianos evangélicos. Esta enseñanza corrupta alentó abiertamente a los incrédulos a profesar fe en Cristo como Salvador sin ceder a Él como Señor.

“Pero entonces,” dijo dramáticamente, “John MacArthur se paró en un tanque.” Dijo que consideraba la publicación de mi libro El Evangelio según Jesucristo como la primera gran explosión de advertencia que detuvo a las tropas y comenzó a hacer que el movimiento evangélico volviera a tener una comprensión más sólida y bíblica del mensaje del Evangelio. Luego me presentó como “el Boris Yeltsin del Cristianismo evangélico.” Fue la presentación más memorable que he recibido en mi vida, y desde ese momento en nuestra interacción privada, a menudo se refería a mí como “Boris.”

Afortunadamente, R. C. y el personal de Ligonier han demostrado una gran habilidad y previsión al aprovechar todo tipo de medios (incluidos los nuevos medios) para la grabación y distribución de las enseñanzas de R. C. Miles de recursos y muchas horas de enseñanza teológica y bíblica fueron grabados para la posteridad y ahora están disponibles en Internet de varias formas. R.C. deja un legado que confío perdurará por muchos, muchos años.

Extrañaré a mi querido amigo. No hay nadie más como él. Todos somos bendecidos por haberlo conocido y haberlo escuchado enseñar. Me regocijo sabiendo que él está con el Señor a quien amaba y servía fielmente.

“Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen.” (Apocalipsis 14:13).

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