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Los cristianos tenemos que darnos cuenta cuán importante es que nos conformemos a los principios divinos. El domino propio significa que nos alejamos del pecado y hacemos solamente lo que es correcto. La persona disciplinada conoce y entiende la ley de Dios y no hace nada que esté fuera de su límites.


Pablo habla acerca del domino propio en 1 Corintios 9:24-27, donde usa una metáfora familiar para ilustrar la enseñanza: “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengaís”. Todos los que corren en una carrera lo hacen con la intención de ganar; por eso corren. Los creyentes han sido llamados a una carrera (Gá. 5:7; Fil. 2:16; He. 12:1-2) y corren para ganar. ¿Qué es necesario para alcanzar la meta? Pablo nos dice en el versículo 25: “Todo aquel que lucha [participa en la competencia], de todo se abstiene”. Es decir, si una persona quiere experimentar la victoria, tiene que ser muy disciplinado. Un atleta no puede ganar la carrera si pesa quince kilos de más. Se requiere una gran disciplina para mantenerse en forma.


Es asombrosa la cantidad de horas que los atletas tienen que dedicar a los entrenamientos a fin de ganar en la competencia. Los que participan en las competencias internacionales frecuentemente se entrenan varias horas cada día durante varios años de su vida, quizá de cinco a diez años. Necesitan llegar a esa situación en la que ya no siente el dolor. Hay una euforia más allá del dolor que solo los atletas pueden experimentar. Esa euforia es semejante a una increíble sensación de libertad y energía, y solo llega más allá del dolor.


En el versículo 26 Pablo continúa diciendo: “Así que, yo de esta manera corro, no como a la aventura”. Quería estar seguro de que no se desviaba. En 2 Timoteo 2:5, Pablo le dice a Timoteo que para que un atleta gane la corona en la carrera, tiene que “[luchar] legítimamente (gr., nominos)”. Tiene que obedecer las reglas del juego. No puede salirse de las normas. Si quiere ganar debe someterse a la reglas.


En el versículo 27 Pablo añade: “Sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado [descalificado por causa del pecado]”. Él no quería pecar, no quería perder la oportunidad de una victoria espiritual mucho menos que un atleta quiere hacer algo que le pueda descalificar.


Tuve una vez la oportunidad de dirigir un estudio bíblico para el equipo de fútbol de lo Delfines de Miami antes de su partido contra la Raiders de Los Ángeles. Estudiamos juntos Efesios 6. Algunos de los jugadores estaban ya completamente preparados para la batalla. Les dije que ellos habían dedicado una tremenda cantidad de tiempo y mucha energía a fin de alcanzar su mejor forma de juego. Pronto se iban a poner su armadura, por así decirlo, para la batalla por una corona corruptible (1 Co. 9:25). Les hablé de que hay otra batalla más importante que aquella: la guerra espiritual por una corona incorruptible, una herencia eterna “incontaminada e inmarcesible” (1 P.1:4). La armadura para aquella clase de guerra es más importante que todo el equipo que llevan los jugadores para un partido de fútbol americano. Es vital llevar esa armadura si es que queremos obtener la victoria en esa guerra espiritual. Les leí Efesios 6:11: “Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo”. Luego les dije: “Luchar sin preparación en contra de los enemigos de vuestra alma sería como luchar contra los Raiders con su pantalón corto del gimnasio, ‘porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes’” (Ef. 6:12). Estamos metidos en una batalla espiritual y la batalla no es en contra de hombres sino de demonios.


Nunca olvidaré la batalla que sostuvimos una noche en el templo con una señorita poseída por el demonio. Se encontraba en un cuarto gritando, pataleando y arrojando todo lo que encontraba a mano. Cuando entré en el cuarto, ella dijo: “No le dejen entrar”. Pero la voz que habló no era la suya. Mi primera respuesta fue: “Está bien, me voy”. Pero entonces me di cuenta de que si el demonio no me quería allí era porque yo era del equipo de Dios. En el poder de Dios, varios de nosotros pasamos varias horas allí con la mujer hasta que ella confesó su pecado. Dios, en su gracia, la purificó. Desde aquel encuentro nunca he dudado que la batalla del ser humano es en contra de los demonios.
Es importante que nosotros entendamos la seriedad de la guerra espiritual que hay entablada contra Cristo y contra todos los que son de Él. Necesitamos ponernos “toda la armadura de Dios, para que podáis resistir” (Ef. 6:13). Tenemos que estar preparados para la batalla.


Hay dos elementos en esa armadura en los que quisiera hacer hincapié. Aparecen mencionados en Efesios 6:14.

El cinturón de la verdad


Pablo dijo: “Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad”. Él tenía en mente a un soldado romano preparado ara la batalla. Si un soldado romano entraba a la batalla sin el cinturón, su ropa flotaba libre a su alrededor. En un combate mano a mano, una túnica sin sujetar podía interferir con los movimientos del soldado y ser causa de su muerte. Eso le hacía también vulnerable a que un soldado enemigo le atrapara por la ropa y le derribara. Para evitar que esto sucediera el soldado romano usaba un cinturón para mantener bien sujeta la ropa alrededor de su cuerpo. Pablo llamó a esto el cinturón de la verdad. Lo asoció con un compromiso sincero y firme a la autodisciplina. Debemos ser serios acerca de nuestra preparación para entrar a la batalla espiritual. Esa batalla no es una pequeñez. Debemos comprometernos a andar por el camino estrecho por el que Dios no invita a caminar. Eso no es fácil; hay pequeñas voces a lo largo del camino que nos invitan a desviarnos. Si amamos el placer más de lo que amamos a Dios, nos apartaremos de la senda del dominio propio al que Dios nos llama y caeremos en el pecado.

La coraza de justicia


El soldado romano también llevaba puesta una coraza sobre su pecho para evitar que sus órganos vitales fueran vulnerables a las flechas y los puñales. Pablo llamó a esto la coraza de justicia (o santidad). Debemos vivir en justicia – obedecer las leyes de Dios – o seremos vulnerables en la batalla. En 2 Corintios 7:1 Pablo dice: “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”.


Me entristece ver cristianos indisciplinados. Ellos saben que tienen que ser obedientes, pero no se sienten comprometidos con los mandamientos de Dios. En Filipenses 4:8 Pablo dice: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad”. El domino propio está relacionado con la mente. Proverbios 23:7 dice: “Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él”. Una vida pura y con dominio propio viene como resultado de estar saturados con la Palabra de Dios. El salmista dijo: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Sal. 119:11). Colosenses 3:16 dice que “la palabra de Cristo more en abundancia en vosotros”. La Palabra de Dios es la fuente de la disciplina y debemos dedicarnos fielmente a conocerla.


No ceda al clamor del mundo que le dice: “Ven aquí y disfruta de la vida”. Si usted se entretiene con películas sucias y con actividades pecaminosas, no se ha entregado por completo a la manera de vivir a la que Dios le llama. He escuchado repetidas veces los razonamientos que hacen los cristianos para justificar actividades cuestionables, pero ninguno de ellos me impresiona. No debemos meternos a nadar en las áreas grises. Pablo nos manda en Filipenses 4:8 que pensemos en las cosas que son buenas, no en las que no parecen malas.


Extraído del libro, El plan del Señor para la iglesia escrito por el Pastor John MacArthur y publicado por Editorial Portavoz.


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