En general, a la gente no le gusta ser confrontada con su pecado. Algunos parecen pensar que el título pecador debería ser reservado solamente para los más perversos, violentos y corruptos, suavizando su propio diagnóstico espiritual en el proceso. Mientras que ellos pueden reconocer que no siempre hacen lo correcto, su listado de faltas nunca es tan notable como la de alguien más.
Muchos creyentes inclusive se enojan al considerar la idea de que son pecadores. En lugar de agradecerle al Señor por exponer su pecado y lidiar con él de manera bíblica, buscarán como un niño, compararse con un ejemplo peor para justificar su conducta.
Trampa postmoderna
Parte del problema es la mentalidad postmoderna, que nos dice que podemos dilatar y redefinir el significado de la Palabra de Dios para adaptarla a nuestros propósitos. Si bien la Biblia pudo haber sido autoritativa y relevante en el momento en que fue escrita, no refleja la época tolerante en la que vivimos hoy en día. Dicho simplemente, la Escritura habla en blanco y negro, mientras que nuestro mundo es cada vez más gris.
Ésa es la mentalidad que recientemente llevó al prominente hereje Rob Bell a referirse con sorna acerca de la Biblia como nada más que una colección de “cartas de 2,000 años atrás”. Y trágicamente, es la mentalidad que impregna la iglesia de hoy —una que probablemente ha echado raíces (en cierta medida) en su propio corazón.
Permítame explicar: Si bien no todos los creyentes comparten la baja estima de Bell acerca de la Escritura, o su visión postmoderna de la verdad, ellos reproducen su mentalidad cada vez que califican a los pecados como “pequeños”, se entregan a un placer pecaminoso o juegan con la tentación pasajera. Cada vez que los cristianos fallan en tomar el pecado seriamente, como Dios lo hace, están efectivamente diciendo que Su Palabra no se aplica a ellos. Es un desprecio práctico de todo lo que la Escritura enseña acerca de la santidad, el pecado y la justa ira de Dios.
Y para nuestra vergüenza, lo hacemos todo el tiempo.
La cura para tal conducta inmadura es remover los lentes del postmodernismo laxo y alinear nuestras mentes al eterno —y por siempre relevante— estándar que Dios nos ha dado en Su Palabra. Necesitamos ignorar la inclinación moderna de definir nuestras propias realidades y, en su lugar, sujetarnos a lo que la Biblia dice acerca de la realidad de un corazón no arrepentido y la naturaleza pecaminosa que todos hemos heredado de Adán.
Pecado Original
En su libro, Una Conciencia Decadente, John MacArthur explica cómo el pecado de Adán ha infectado su descendencia.
Debido al pecado de Adán, este estado de muerte espiritual llamado depravación total ha pasado a toda la humanidad. Otro término para esto es “pecado original” -la Escritura lo explica de esta manera: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). Cuando, como cabeza de la raza humana, Adán pecó, la raza entera fue corrompida. “Porque, así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores” (Romanos 5:19). Por siglos, el tema de mucha discusión teológica ha sido cómo pudo esto ocurrir. De todas maneras, para nuestros propósitos, es suficiente afirmar que la Escritura enseña claramente que el pecado de Adán trajo culpabilidad a la raza entera. Estábamos en Adán cuando él pecó y, por tanto, la culpa del pecado y la sentencia de muerte pasaron a todos nosotros: “En Adán todos mueren” (1 Corintios 15:22). [1] John MacArthur, Una Conciencia Decadente (Weston, FL.: Editorial Nivel Uno, Inc., 2020), 102-103.
A través de Adán, todos heredamos una inclinación natural e inescapable hacia el pecado. Y mientras que esto podría ofender nuestros conceptos erróneos de justicia y culpabilidad, nacemos culpables del pecado de Adán y somos acusados en las cortes de Dios mucho antes de cometer un acto voluntario de pecado.
John MacArthur explica a continuación que nuestra naturaleza pecaminosa establece el curso para una vida de pecado.
El pecado fluye desde el alma misma de nuestro ser. Es debido a nuestra naturaleza pecaminosa que cometemos actos pecaminosos:
Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre. (Marcos 7:21–23)
Somos “por naturaleza hijos de ira” (Efesios 2:3). El pecado original —incluyendo todas las tendencias corruptas y las pasiones pecaminosas de nuestra alma— es tan merecedor de castigo como todos nuestros actos voluntarios de pecado… Lejos de ser una excusa, el pecado original en sí mismo está en el corazón del por qué somos culpables. Y el pecado original en sí mismo es suficiente para nuestra condenación delante de Dios. [2] John MacArthur, Una Conciencia Decadente (Weston, FL.: Editorial Nivel Uno, Inc., 2020), 103.
Hijos de Ira
Dicho sencillamente, usted y yo no tenemos que hacer nada para ganarnos la designación de pecador. La inclinación natural hacia la rebelión y el interés en uno mismo son básicos en cada uno de nosotros. De la descendencia de Adán, solamente Cristo escapó de la mancha del pecado original a través de Su concepción milagrosa. El resto de nosotros, ya estábamos “en Adán”, participando en su pecado y la culpa que le siguió.
Eso debería despojarnos de cualquier idea de auto-justificación por nuestra conducta y destruir toda esperanza de méritos por nuestra bondad que estuviéramos cultivando. Todos somos igualmente pecadores e igualmente culpables delante del Señor. Como John dice,
Somos por naturaleza enemigos de Dios, pecadores, amantes de nosotros mismos y en esclavitud a nuestro propio pecado. Somos ciegos, sordos y muertos a los asuntos espirituales, incapaces aún de creer fuera de la intervención misericordiosa de Dios. ¡Aun así, somos implacablemente orgullosos! De hecho, nada ilustra mejor la maldad humana que el deseo de autoestima. Y el primer paso para un concepto correcto de uno mismo es el reconocimiento de que estas cosas son verdad.
Es por eso que Jesús elogió al publicano —en lugar de reprenderlo por su baja autoestima—cuando el hombre golpeó su pecho y suplicó, “¡Dios, se propicio a mí, pecador!” (Lucas 18:13). El hombre finalmente había llegado al punto donde él se vio a sí mismo por lo que era, y se sintió tan abrumado que su emoción se manifestó en actos de auto condenación. La verdad es que su concepto de sí mismo nunca había estado mejor que en ese momento. Liberado del orgullo y pretensiones, él entonces vio que no había nada que pudiera hacer para ganar el favor de Dios. En su lugar, le rogó a Dios por misericordia. Y, por lo tanto, él “descendió a su casa justificado” —exaltado por Dios, porque se había humillado a sí mismo (Lucas 18:14). Por primera vez, estaba en una posición para entender el gozo verdadero, la paz con Dios y un nuevo concepto de sí mismo que es concedido por la gracia de Dios a aquellos que Él adopta como Sus hijos (Romano 8:15). [3] John MacArthur, Una Conciencia Decadente (Weston, FL.: Editorial Nivel Uno, Inc., 2020), 104-105.
La próxima vez, consideraremos cuán profunda es nuestra corrupción innata.
(Adaptado del libro Una Conciencia Decadente)